Mirarte mientras duermes, con tus respiraciones pausadas y tranquilas, sano, fuerte y tan frágil a la vez; me parece hoy más que nunca, magia
Hoy ha sido un día de mierda en el trabajo. De esos días que te pellizca el corazón, se te coge la congoja en la garganta y te cuesta hasta tragar saliva. Hoy ha sido un día de despedidas de pacientes y familias. De dos chiquititas que han tenido poca vida y mucho sufrimiento, pero mucho mucho amor y cuidado. El amor profesado por sus padres, jabatos, a pie de cama, velando por cada aliento y meciendo cada cabello de sus melenas. El cuidado de los que las hemos acompañado hasta última hora, aún con lágrimas en los ojos.
Qué injusto todo, pequeño. Y no puedo más que dar las gracias porque te tengo aquí, a cinco metros de mi, durmiendo en tu cama. Te he besado. Te he abrazado y hoy nada me parece suficiente. Porque pienso en esos padres y pienso en esas niñas y se me parte el alma. Qué injusta es la vida a veces, pequeño. Qué injusta.
Hoy maldigo mi vocación y me maldigo a mí misma por no ser capaz de parar estos pensamientos invasivos y esta pena que comparto con mis compañeros. Y tendría que parar, pero hoy no puedo. Al menos, como dice una amiga, consuela pensar al mirar al cielo que los problemas y el dolor son como las nubes, y acabarán pasando.
Volad alto. Cerca o lejos. Pero volad, y no olvidéis soplar las nubes.