Estoy en la playa, el viento de poniente me ocupa los oídos hasta el punto de perder el murmullo de las olas. Las gaviotas soltean mis pasos y bañan sus patitas mientras saborean no se qué en sus picos mojados en arena. Niños por todas partes recogen almejas, corretean y hacen castillitos con sus manos. Tengo la catedral de Cádiz al fondo, con un cielo turquesa y unas nubes no de algodón, más bien de espuma, como las olas que van mojando mis pies. Voy con las tetas al aire, estas tetas apimientadas y maravillosas que la maternidad me ha transformado, los ojos húmedos tras las gafas de sol y un nudo que aprieta cada una de las cuerdas vocales de mi garganta... Pero estoy tan feliz, que solo echo en falta tener a mi niño a la espalda y compartir con él este momento. Respirar otro aire, otro ambiente, olvidar y pensar que quizá sea otra etapa sin dejar puertas abiertas pero abriendo agujeritos en las paredes.
La libertad que siento aquí, reconciliándome con la Caleta, saboreando un café de chiringuito y con un libro en el bolso es complicado encontrarlo en el día a día. Soy tan diferente ahora y a la vez tan igual a la que vino la última vez, que me asombra pensarme así, como estoy ahora, hace unos meses. Después de todo, nadie se baña en el mismo río por dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña. Al menos eso decía Heráclito, que debió ser un tipo bastante listo.
Y es que así me siento... Nadadora en un río de plata que nunca es igual que ayer, el mismo que desemboca siempre en un mismo y a la vez diferente mar.