Me crié en la casa-hermandad de la más señera cofradía de Utrera. Crecí con personas a las que tres imágenes constituían su mundo extra laboral.
Mi padre estaba entre ellos. A él, lo he visto disfrutar de ellas y de su entorno, y también sufrir en silencio o con enfado por determinadas cuestiones que ahora no vienen al caso. Lo cierto, es que pasión no le faltaba, y durante muchos años fue timón y vela, remo y hasta bote salvavidas de una corporación que iba dando tumbos. Hoy, la hermandad y la cofradía es así en gran parte por mi padre. Y eso quien me lo discuta es que no tiene ojos en la cara o no sabe ver con ellos. Ciegos.
Mi familia se extendió gracias a que él quiso que nuestras vidas se desarrollaran paralelas, jugando entre trabajaderas con amigos que para mí son hermanos, y aún hoy conservo a pesar de lo poco que nos vemos. Pero ya no me da la gana guardar un silencio sepulcral cuando se pierde la educación con quien nada tiene que ver o se ningunea a las personas que lo dieron todo, y que ya están supuestamente abocados al ostracismo por decisiones dictatoriales en lo que se supone que debe ser una Hermandad. Una palabra tan bonita que aquí en la vereda perdió su significado hace mucho tiempo. Gracia me hace que crean que han vencido. ¿Vencido en qué?
Es cierto que la historia la escriben los vencedores, pero esto, por mucho que quieran algunos, no es una guerra cuando ya uno se ha retirado de la batalla.
La historia por tanto, recordará lo que la ha marcado, y mi padre (y mi madre también) aquí son grandes escribanos. Le pese a quién le pese.