sábado, 15 de junio de 2024

J

Hablar de J ahora mismo me resulta doloroso. No puedo ni imaginar qué estarán pensando esos padres que han aguantado como jabatos desde hace a penas un par de meses, justo desde el diagnóstico de la enfermedad de su hijo.
Antes de ayer lo vi en los ascensores. Venía de hacerse una prueba y lo vi mejor, con esa mirada suya penetrante de ojos claros y limpios, y esa sonrisita de medio lado que se le pone a veces. Es guapo el tío. Y bien hecho, aunque ahora su cuerpo esté batallando y tenga muchas cicatrices por dentro y por fuera.
Pero no me esperaba encontrármelo otra vez al día siguiente con esa fragilidad tan extrema. No así. Un guantazo sin mano de los que te cruzan la cara. Puta vida.

Son de esos pacientes y de esas familias con los que conectas. Te sientes parte importante de su proceso, de su vida, e intentas por todos los medios minimizar los golpes que puedan venir desde un punto de vista holístico. Bonita teoría. Empatía y ya. Pero claro, tu estás ahí también, poniendo mente, pero a veces pasa que te roban el corazón. Y cómo duele. Joder, cómo duele.

Y no te tragas una maldición porque no te da la gana. Y rezas a la vida para que le dé oportunidad de ser feliz y de vivir muchos años al lado de su gente. Y maldices de nuevo, porque sabes que J será como Manuel, mi chicarrón (ya de 18 años) de ojos negros y alma de oso amoroso. 

Y te vas a casa, pero no te vas. Te lo traes al sofá y lo piensas y lo repiensas. Y maldices el momento en el que decidiste dedicarte a esta profesión, pero bendices el momento en el que lograste sentir su cuerpo relajado después de un día de mierda, que dió paso a un sueño reparador. 

Y esa es la perfecta y puta dicotomía de la profesión más bonita del mundo.