Y si embargo siento un dolor profundo, y me oprime el pecho. A la vez, siento una gratitud enorme cuando pienso en mi hijo sano y feliz, y vuelven los pensamientos a ese box y a ese sillón ocupado por esa madre o ese padre. Y se me vuelve a partir el alma.
"No se cómo puedes, yo no podría trabajar allí". Si me dieran un euro por cada vez que he oído esa frase no viviría en un piso de 59m². Puedo porque, de vez en cuando, y solo de vez en cuando pago un peaje. El peaje de la impotencia, de la pena, de la calma tensa en mas noches, de las lágrimas en la ducha, de la ansiedad, del llevarte a casa todo y nada, de pensar en lo que pudo ser o lo que será, de lo que es, de cómo está, de su familia, de los abrazos y los apretones y los ánimos que les podemos dar cuando por dentro estamos rotos. Cuando sabemos, de sobra, que aún quedan jarros de agua fría para esos maltrechos padres. Cuando tenemos claro que vivir no solo se trata de respirar.
Y siempre pienso que cualquier ser humano podría trabajar donde nosotros, donde hoy hemos estado, claro que podría... Somos supervivientes natos, el poder de resiliencia es maravilloso, universal, humano, y a la vez casi animal. Pero entiendo que no todo el mundo quiere pagar ese peaje, y entiendo que no todo el mundo es capaz de ver también, y sobre todo, lo hermoso de encontrarte fuera de la cama de la UCIP que una vez ocuparon, a centenares de pequeños con una vida plena y digna, y una familia que da gracias por recuperar la salud perdida.