Yo, sinceramente, tengo que dar las gracias.
Gracias porque la sangre de cordero hizo efecto y la muerte pasó de largo como en el Éxodo por casa de mi familia. No llegó la enfermedad tampoco este año a abofetear a los míos- y la salud, ya hemos aprendido casi todos en tiempos de pandemia, es lo más preciado que tenemos-.
Tengo que agradecer mi lugar de trabajo, alejado de EPIS incómodos las doce horas de turno y cerca, a la vez, de gente maravillosa y pacientes de baja estatura que te ganan con una sonrisa y un chupetón, pero no en el cuello, si no a un biberón.
Tengo que agradecer la soledad buscada y la compañía encontrada; redescubrir a los míos a través de videollamadas. Tengo que agradecer la comida y la bebida en la mesa, los paseos tras el confinamiento, el aire fresco en la azotea cuando no podíamos salir, la pintura, la escritura, la lectura, la música.
Sentirme viva. Seguir viva.
Tengo que agradecer los nuevos descubrimientos personales, los reencuentros con mi gente y conmigo misma, y las lágrimas que he derramado, que han sido muchas (hace un rato unas cuantas, sin ir más allá...) pero no prometo que sean las últimas.
Tengo que agradecer cada risa, cada abrazo imaginario, cada abrazo robado con mascarilla, cada beso, cada palabra sin voz ahora que nos hemos hecho expertos en miradas cómplices.
¡Cuánto me asombra cómo nos adaptamos los humanos!
Este año ha tenido mucho dolor. El que entra vendrá también, por desgracia, con pérdidas personales, con dramas familiares, con olas y ahogadillas y boqueadas de aire fresco tras buscar branquias en los costados, aletas en los pies y manguitos para salir a flote en este mar inhóspito creado por el coronavirus. Llega el momento de cerrarlo para avanzar, para volver a ser lo que fuimos... Libres.
Por un 2021 lleno de familia, de amigos, de salud, de vacunas, de savia nueva. De vida.