En estas estaba yo cuando de repente me suena un mensaje en el móvil y me veo, pantalla en mano, unas palabras escritas que me invitaban a leer cierto primer capítulo de una novela de realidad distópica ambientada en mi extrañada Sevilla (qué te echo de menos, Sevilla mía, ahora que mi querida Utrera mira más a los contagios por Covid19 que a la cornamenta que le pone de vez en cuando su hija, aquí presente).
Aquel revés de mis acontecimientos de un domingo de cuarentena cualquiera (acertaste, soy positiva por SARS-COV2 y aquí lo dejó reflejado para la posteridad: ¡Yo sobreviví al Coronavirus! ) hizo plantearme lo curioso que resulta leer lo que una vez alguien escribió.
Yo misma me sorprendo y no me reconozco en muchos de los textos que este humilde blog tiene, y pienso en los escritores, que algunos cuentan con decenas de obras, y me pregunto si a estos genios de las letras les pasará lo mismo.
¿Leyó Cervantes su Quijote mucho después de publicarlo? ¿Se arrepentiría de alguna parte? ¿Dudaría acaso de su autoría en algún pasaje?
Las palabras se las lleva el viento. Tienen una vida corta en esos labios y pasan al receptor por martillo, yunque y estribo para perderse, pasando por el nervio, en los confines de su memoria. Estas que escribo ahora y que tú lees, llegaran a ella también aunque por otros medios y se perderán al igual que yo las perderé, probablemente, hasta que las vuelva a encontrar, haciéndolas eternas en el mapa de bits de un blog que una vez quiso ser entalpía.
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