Yo estaba enamorada de mi profesor de Química. Pero no era un enamoramiento romántico, no. Más bien era un enamoramiento personal, a su figura, a su persona, a su saber estar y a su saber enseñar, a su saber hablar y explicar la materia con una voz que difícilmente superaba los molestos decibelios. Paco a veces parecía que te hablaba en un susurro y suavizaba aquello que te parecía imposible de entender o memorizar. Me fascinaba que, con lo introvertido que era, fuera capaz de dar clases. No puedo contar la de veces que se puso como un tomate cuando sacaba su patita humorística y nos deleitaba con una broma. Ahí terminaba de ganarme.
Paco era todo eso y más. Un gran profesor, además de un buen hombre. Demasiado pronto han venido a cortarle el hilo. Maldito muro, maldito destino que aguardaban las parcas con esa lana negra que le tenían hilada.
Hoy habrá mucha gente que te de las gracias. Gracias, de corazón. Porque nunca tuvo precio cómo nos trataste, nunca tuvo precio la tranquilidad que nos proporcionaste en un curso tan trascendental, nunca tuvo precio todo lo que nos enseñaste con una sonrisa tímida en los labios. Nunca tuvo precio nada de eso, y, sin embargo, es el bien más preciado que guardo de mis días de Instituto. Tus clases, tus chistes, tu calma.
Paco, maestro, tanta paz te lleves como paz nos diste. Tanta gratitud percibas como amor has dado. Que la tierra te sea leve.
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