Hay personas que son dañinas. Atraen a otras en su círculo de acción y aprenden a crear un mundo paralelo que nada tiene que ver con el real. Son personas simpáticas, agradables en el trato superficial, pero a veces expulsan comentarios fuera de tono en un intento por subir (o no bajarse) de un pedestal, por hacerse fuertes, por autoconvencerse de que realmente están de moda, son queridos o son íntegros en su vida diaria.
Lanzan dardos para ver si alguno por casualidad impacta en la diana que lo haga ganar puntos en su propio baremo de la autoconfianza. Son deshinibidos, mienten por costumbre, tienen poca empatía y cero remordimientos. Probablemente su problema sea una incapacidad de querer a nadie más que a ellas mismas, utilizan a personas como objetos para llegar a su meta, y para ello se disfrazan de cocineros manipuladores, expertos en dar la vuelta a la tortilla sin derramar una gota de aceite.
Son psicópatas.
Sé que es un psicópata... Y a pesar de lo que haya en la prensa amarilla y de los mitos y leyendas urbanas, los psicópatas no son sinónimo de asesinos en serie. Son, simplemente, seres antisociales que en realidad buscan subir su estatus economico-social obviando al resto de personas que comparten su vida. Familia incluída. Dicho esto- queda claro que no es necesaria una escolta que proteja la integridad física- hay uno en mi trabajo.
Pues bien, mi salud mental está siendo bombardeada de manera diaria por una persona así.
Y créeme que, si existe el cielo, tengo una parcela de una hectárea, con césped autónomo, cama elástica en frente de una canasta de baloncesto, piscina climatizada con jacuzzi, una enredadera que suba hasta mi habitación enorme de la buhardilla y un columpio colgado de un árbol enorme para ver las puestas de sol. Siempre quise uno y, joder, ¡me lo merezco!
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