viernes, 1 de abril de 2016

Y me siento bien

Yo no sé mucho de nada. No soy experta por mucho que un título lo diga ni me ando pavoneando cual ave en el corral. Me sobran despachos en grandes alturas y me falta la soberbia que a otros le sobran para tener el reconocimiento equivocado de un buen profesional. 
Cada uno que coma ajos si se pica. 

Soy, ante todo, buena persona. O al menos intento serlo. Después buena en las relaciones personales que me interesan y en mi trabajo. También en todo lo anterior pongo empeño. 
No soy mejor ni peor que nadie. Ni peor ni mejor, ponlo en el orden que quieras.

Tuve una profesora que me dijo una vez que siempre habría una persona que hiciera algo aunque fuera un poco mejor que yo, pero que yo haría cosas en las que iba a superar a la inmensa mayoría de las personas. Le pregunté si eso significaba que iba a ser normalita o mala en todo, pero ella me sonrió como sonríe una madre y me dijo que no se trataba de mediocridad, sino de humildad en todos los sentidos, cuando haces algo bien y cuando no lo haces tan bien. Y me abrazó mientras me decía: "no dejes que la ira por no conseguir algo estropee lo puro que tienes el corazón, lucha sin ira". Creo que ahí aprendí esa palabra (mediocre) y fui realmente consciente de la importancia de la humildad. 
Contaba entonces nueve años de vida, era delegada de clase y tenía todo sobresaliente en las notas y una habilidad curiosa para las artes plásticas y la música. Me había enfadado por no ser la solista en la estrofa de una canción que defendía francamente bien, y la bofetada de realidad al decirme mi profesora que otra compañera lo había hecho mejor que yo me había destrozado. Yo, que cantaba perfectamente iba a ser relegada al coro con otras compañeras que más que cantar, berreaban. Nunca fui demasiado competitiva, pero aquello me hirió el orgullo, y así debió parecer porque la profesora se acercó a la hora del recreo debajo de la canasta de baloncesto donde me senté sola y enfuruñada.
Aún hoy sigo recordando la mirada dulce de aquella profesora a la que debí tocar un poco su corazón cuando le pregunté si era normalita o mala. Y recuerdo como una losa la sensación de culpa que sentí por no haberme alegrado de esa chica que cantaba tan bien o mejor que yo. 

Cuando dicen que los profesores no educan en valores creo que se equivocan. Aquella profesora me enseñó a amar y asumir mis virtudes y mis defectos, al menos aquellos de los que soy consciente. Y sí, tengo muchos defectos y muchas cualidades de los que me siento más o menos orgullosa, pero si de una tengo que presumir es de que miro a las personas de frente, sin miedo, y sin creerme ni más ni menos que nadie. Y me siento bien por ello. 

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