domingo, 10 de julio de 2016

Relatos cortos: Obediencia

Estoy tan cansada que si cierro los ojos medio segundo más al parpadear en medio de este concierto es posible que confundan mi estado de somnolencia profunda con una lipotimia de groupie irrecuperable. 
Después de un día que más vale por lo soportado que por lo disfrutado, en este estado de cortocircuitos en el que se encuentran mis nervios no veo la hora en salpicarlos de agua con sal para que haya una explosión real -y con sentido de la física- que explique este momento en el que me hallo.
Me encuentro sentada, al final del camino que lleva a la ermita y simplemente no quiero volver. No podría aguantar el rechinar más de mis dientes ni un resoplido más saliendo de mis labios fruncidos. Me irrita sobremanera rechinar los dientes. Me da escalofríos oir como se frotan unos con otros. Podría, si me lo propusiera, buscar en internet la frecuencia auditiva que recoge ese sonido y anularla con un buffler a todo gas cerca de mi oído. Seguro que eso resultaría. Entonces podría rechinar todo lo que quisiera sin que el estrepitoso sonido invadiera mi calma haciéndola desaparecer de un plumazo. Y podría quejarme en paz, porque esta culpabilidad por ser quejosa no me irrita, sino me mata. 

Y sin embargo, mírame, sigo bajando el volumen de mis casos Bluetooth cuando mi iPhone me advierte que el volumen alto puede dañar mis oídos. Yo siempre he sido muy obediente.

Quizá sea ahí donde radique el grueso de todos mis problemas.

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