Hace muchos años, cuando aún mi cuerpo era el de una adolescente, me sorprendí deseando una tobillera con un cascabel. Fue mucho el tiempo el que pasó- o al menos a mí me lo pareció- hasta que conseguí una que rodeara mis tobillos de elefante.
Había encontrado muchas que me habían gustado, pero ninguna cerraba alrededor de aquel hueso mastodóntico que tenía como maleolo. Odié aquella parte de mi cuerpo muchos años y envidié la de mi hermana, a la que vi presumiendo con gracia de una plateada.
Mi tobillera era también plateada. Tenía no un cascabel, sino varios, y caía con gracia hacia mi empeine, pareciendo estilizar la parte baja de mi pierna. Me veía bien. Me veía a la moda aunque a veces se me clavaba y me hacía un leve daño. Pero eso no me importaba: Por fin había logrado un deseo tonto, insignificante quizá, pero para mi mente de adolescente era tan liberador...
Se me rompió por el cierre. Nunca la arreglé. Seguí poniéndomela durante algunos años haciendo un ensamble con otro cierre de una pulsera. Seguí llevándola a pesar de avergonzarme por anunciar con antelación mi llegada con el tintinear de los cascabeles. Y acabé guardándola, cuando la vergüenza me pudo, con la bisutería en varias cajas hasta acabar en una que me regaló en un cumpleaños una de mis niñas bonitas, María.
Tengo que confesar algo. Dicen que los treinta son los nuevos veinte, pero yo creo que son mejores. Tengo otra tobillera. Se la compré hace justo un mes en Los Caños a un chico muy simpático de Bilbao que nos contó sus peripecias por medio mundo. Soy consciente de mis tobillos gruesos, pero ya no los odio. Y sí, mi tobillera tiene un cascabel que anuncia mi llegada y tiene también un medallón con un árbol, que me encanta que sea a la vida a la que represente.
Y así, haciendo sonar el cascabel me escucho mis pasos y a veces me paro y soy consciente de que puedo andar, que puedo ir a donde quiera y lo más importante de todo, que ya estoy yendo.
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