Ayer conocí a una persona que he de calificar cuanto menos en curiosa. Padre de dos chicas- ya superando la veintena- que roza los sesenta años. DJ en tiempos mozos, lleva tatuada de manera figurada la música en su piel. Divorciado por primera vez antes de los veinticinco y con la noche a sus espaldas para luego ser carpintero después de montar su tienda de ropa. Vive en un chalet donde ha hecho de su jardín un pequeño paraíso desordenado para sus hijas y sus amigos, de todas las edades.
Dice tener la mentalidad de un chico se treinta años y así es como habla, con lenguaje actual, directo, sin tapujos, pero defiende a sus pupilas como gato panza arriba.
Habló de drogas, de bebida, de trabajo, de su maltrecha economía, de las manualidades que hace con una rueda de carrete y un equipo de música desahuciado conectado con empalme a un ordenador, habló de un accidente que casi le cuesta la vida y que lo tuvo un mes en UCI, con una cicatriz de dos palmos que adorna su barriga. Habló de sus ligues, de los ligues de sus hijas, y de los ligues de sus ligues, de sus trabajadores y de sus empresas, de su situación económica y de su segunda ex. Habló de la vida, de sus dolencias, de la libertad de expresión, de su casa, de sus vecinos de antes y de ahora, de sus perros y de su gato Richardl que le coge las vueltas para comerse los boquerones de dentro de un tupper, y ofreció lo mucho o poco que tenía con una sonrisa afable.
Y lo más importante... Feliz de serlo.
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