Me suele gustar estar en la playa. Hace años que no voy tanto como me gustaría por diversos motivos, pero lo cierto es que la playa me gusta más en septiembre que en julio, y más en invierno que en verano como norma general. La paz que me transmite el romper de las olas en la orilla, por tópico que parezca, me parece más placentero que el griterío incesante de la gente que la disfruta tostándose al sol.
Hoy he ido a la playa con una buena amiga. Hemos llevado sillas y unos pareos y nos hemos perdido en medio esas conversaciones que no se olvidan. He pensado, así de repente, que ser capaces de expresarnos es el mayor regalo que la vida ha podido darnos, y que no hay nada tan triste como una persona que no sepa hacerlo, que parezca un ente robotizada más que un humano pensante y con sentimientos.
Luego han venido el silencio y las miradas al infinito.
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