Laxo, el alambre con dos manteles tendidos y lo que parecía ropa interior de dimensiones curiosas se mecía a merced del viento del oeste. Tres bocinas de sendos coches parecían debatir sobre qué sonido era el más estridente aun cuando el sol no había asomado por el edificio Atlántico. Llevaba la ropa manchada de ayer y unas ojeras adornaban los preciosos ojos color miel del insomne.
En la ventana, con un porro encendido tras un buen trago de Chivas, observaba el taxi de minusválidos que había venido a recoger a un señor que hacía años perdió la gracia de andar. Calada tras calada, se iba sumiendo en el baile de las ideas a la vez que su ritmo cardíaco se volvía más y más lento. La golondrina parecía moverse a cámara lenta. Ahora necesitaba estar colocado. Necesitaba salir de su cuerpo, proyectarse más allá de la realidad de calles malolientes y ruidosas que lo rodeaban.
Se miró la mano. En ella, el vaso con un culín de whisky dejaba entrever la marca de sus huellas alrededor. Al fondo de la habitación el cuadro heredado de su abuelo materno lo observaba con altivez, ceño fruncido y brazos cruzados, parecía decirle que aquello que hacía no estaba demasiado bien. Sus pensamientos volaron hasta sus trece años. Movió la cabeza a derecha e izquierda en un intento de evitar esos ojos inquisidores, solo tapado con el reflejo de la lámpara en el cristal. Esos ojos... no podía quitárselos de la cabeza. Aquella pintura había captado todo lo que eran capaces de decir esos ojos. Entonces, con toda la fuerza que creía tener, estalló el vaso haciendo añicos ambos cristales, y corrió hacia el lienzo. El carboncillo fluyó como la sangre de una herida y en ese momento supo que había tocado el cielo y el suelo, que esa y no otra sería su obra maestra.
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