No hay nada más relajante que un masaje en los pies. Esas extremidades de nuestro cuerpo que soportan nuestro peso y que nos llevan a caminar por cualquier tipo de suelo, incluso si este de repente se convierte en una nube de sueños.
Tener los pies en el suelo, dicen, es señal de madurez o de ser sabedor de la realidad que a uno le rodea, aceptándola y preparándose para una acción en tiempos y formas socialmente correctas. Pero en esta expresión tan extendida yo siempre me he preguntado a qué clase de suelo se refiere.
El suelo puede ser de arena, que se revela con un soplo de levante. Puede ser de asfalto, que repele calor en una tarde de verano. Puede ser de corcho botante en un parque infantil, de barro resbaladizo en un campo encharcado por las lluvias de otoño, de mármol en una gran construcción civil, de piedra una enorme catedral del siglo XV, puede ser hierba, gravilla, nieve o cristal de doble capa como el del puente del parque de Shiniuzhai, que te deja ver lo que está a tus pies, cientos de metros abajo.
Y luego está qué tipo de calzado utilizas. Yo adoro estar descalza, me siento libre cuando mis dedos están en contacto con la atmósfera. Pero es cierto que, depende de tus zapatos, así notarás el suelo en el que pisas... porque atrévete a decirme que tienes los pies de la misma forma en el suelo con tacones de aguja que con unas deportivas con cámara amortiguadora.
Como todo, depende de qué tipo de elemento nos sujete para encerrar las grandes diferencias en matices de sensaciones. Lo cierto es que, independientemente por donde camine, a la persona que prefiere ver pájaros volando por el cielo en vez de dentro de su cabeza, le suele ir mejor en la vida.
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