No hago más que pensar y darle vueltas en la cabeza a la idea de dedicarme a la enseñanza más que a la asistencia en enfermería. El año termina con mucho dolor laboral: me duelen muchas de las historias que pasan a mí alrededor. Quizá por eso me gustan los hospitales más que la atención primaria, porque en pocas plantas se da el caso de poderte encariñar de alguien. No da tiempo. Te importan, claro que te importan... pero es diferente. Entran, pasan su proceso y se van de alta o intentas aliviar y mueren. Es duro decirlo, pero es así, y desde luego es más llevadero. Aquí, en domiciliaria, en el día a día, pacientes y familias se van llevando un trozo de ti. Porque lo roban en tus narices cada vez que alguno desaparece, o se quedan con otro cuando conectan de alguna manera especial contigo. No, no todos lo hacen, claro. No todos con los que se convive consiguen robarte. Pero sí muchos. Aquellos con ojos limpios y sonrisa sincera son los peores. Amables, cariñosos, que ven en tí una ayuda y agradecen cualquier gesto. Esos que se preocupan que hayas llegado con los pies mojados y te notan cuando vienes con el alma rota. Y hay muchos. Yo sí creo en el ser humano. Creo en la gente buena y maldigo las enfermedades que me dan de comer pero matan, empobrecen y sacan la miseria del que está enfrente. Porque no me importa convivir con fluidos corporales, ni me importa tener que lidiar con alarmas de ventiladores, bombas de perfusion o sistemas de drenajes. Estoy en plena madurez pero me siento una niña, indefensa, pequeña, desvalida de su coraza que vaga por la ciudad a merced de quien le plazca tocarme con la punta de sus dedos y hacer que mi corazón se pare por un momento. No soy un robot. Siento tu dolor y me duele. Y me duele a veces mucho, y lloro, y grito la injusticia que te está pasando a tí, o a tí. Adulto o niño... y a tí madre, padre, hijo, tío o abuela. Y ahí está la paradoja. Porque aún sin considerarme masoquista, cada día doy gracias por sentirme enfermera y seguir sintiendo dolor. Porque el día que no lo sienta, dejare de sentirme humana, dejaré de ser enfermera y mi vocación se habrá esfumado...
No se puede robotizar mi trabajo, mi profesión, mi vocación. Un robot no sufre, pero porque tampoco siente.
Compañeros... nosotros sufrimos, sí, pero somos humanos y lo mejor de todo es que sabemos que tenemos que seguir siéndolo para dar lo mejor de nosotros en esta profesión.
Maldita paradoja.
Y otro se ha ido antes de tiempo.
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