Pero claro, me enseñó Paco, mi querido profesor de Química, que toda mezcla tiene su punto de concentración máxima, y que cuando no admite más, acaba por tener restos sin disolver.
Y ahí entra en juego de nuevo ese sentimiento, que de tanto pensarlo se convierte en la mezcla de colacao que se queda en el fondo del vaso y tienes que raspar con el estropajo. Por muy bueno que te parezca esa mezcla de azúcar sin fin (pocas cucharadas me he metido entre culo y barriga con lo que me gusta), buena, lo que se dice sana, no es.
Así que al hecho de sentirse defraudada por la actitud de ciertas personas, se suma la mente rumiante y acaba convirtiéndose en un sentimiento más feo, más pesado y más oscuro de lo que estoy acostumbrada a sufrir, y me niego a seguir sintiéndolo.
Valga pues este texto, para enterrar esta sensación, para aceptar que la vida de los demás es suya y para dejar volar a quien no permanece en la misma ramita del mismo árbol que tú, con las mismas canciones en el pico de oro de la existencia divina y humana de la amistad. Que el bosque, queridos, es muy amplio, y los pájaros que en él habitan y los cantos que profesan, por suerte, también. Y eso está bien.
Gracias por aguantar mi confesión y por permitirme el descaro de pensar- en voz alta- que puedo domar los diablillos que de vez en cuando se me aparecen... (¡Baix, baix! )
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