El globo ocular parecía posado plácidamente dentro de la cuenca. Su parpadeo era lento y no fijaba la vista en ningún punto en concreto. Atenta, la otra chica observaba la pantalla que recogía las imágenes que varias cámaras captaban desde la sala de aislamiento. Tomaba apuntes con un lápiz en un cuaderno de tapa de piel roja y de hojas recicladas, recordando conceptos. Ponía títulos y hacía bocetos de la expresión plasmada en la cara que borraba y volvía a dibujar en un intento por copiar la mueca y captar cualquier micro movimiento de algún músculo que se había revelado contra toda lógica. No se produjo.
En la misma postura, con el único movimiento del lento parpadeo, se hallaba la chica en aquella sala desde no acertaba cuando. Sus manos, posadas en las piernas; sus pies, haciendo una uve en el suelo de moqueta azul pavo que revestía el habitáculo. Se hallaba sin embargo lejos, muy lejos de allí, en un espacio abierto con miles de mariposas volando y riendo alrededor de su enmarañado pelo.
Ahora, silencio absoluto en un espacio cerrado mientras se oían gritos acallados por una mente enferma. Y así seguirían mientras hubieran dos experiencias distintas en un mismo cuerpo y un mismo lugar: uno el público, el que veía la chica del lápiz mientras lo mordisqueaba; otro el oscuro desvaído de la catatónica realidad de la chica del parpadeo.
Ambos existen, sólo uno es palpable por todos.
Ahora, silencio absoluto en un espacio cerrado mientras se oían gritos acallados por una mente enferma. Y así seguirían mientras hubieran dos experiencias distintas en un mismo cuerpo y un mismo lugar: uno el público, el que veía la chica del lápiz mientras lo mordisqueaba; otro el oscuro desvaído de la catatónica realidad de la chica del parpadeo.
Ambos existen, sólo uno es palpable por todos.
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