Hubo una vez un señor desgarvilado en mi pueblo, con bastón, pantalón de pinzas y camisa a cuadros, que se dedicaba al noble arte de no hacer nada una vez se jubiló. Este hombre, palillo en boca, se iba a la plaza mayor con tinto en mesa a ver al gentío pasar. Era todo lo que hacía. Bueno, comer también comía... Y dormir con un ojo abierto, el rosario en una mano y el bastón en otra, no fuera a ser que Dios se quedase traspuesto y no lo avisara de que unos cacos entraban en casa a por el cordón de oro de su padre. No hablaba apenas. Una palabra le escuché y creo que fue a una mosca ("¡quita!"). Ni saludar sabía.
Un buen día, no tan bueno para nuestro protagonista, se puso su camisa y se fue directo a la caja de palillos, pero ésta estaba vacía: su hija no había recordado comprarlos. Se puso confuso los pantalones y cogió su bastón. El bar de la plaza estaba cerrado por defunción (vaya... también tuvo que ser mal día para el regente del negocio). Ni palillo ni tinto.
¡Qué desastre! Fue una imagen aterradora. Verlo de pie, al lado de la verja mugrienta de aquella tasca, sin tinto ni palillo ni intención de conseguirlos. Allí mismo se quedó toda la mañana. Callado, de pie y con los ojos cerrados.
¿Porqué?
Se lo pregunté, pero negó con su cabeza y yo me quedé un poco... Perpleja.
Y claro, toda la gente que pasaba por la plaza se quedaba mirándolo, preguntándose si al viejito del bastón le pasaba algo o es que estaba meditando sobre la vida secreta de las orugas. Así que, por una vez, queriéndolo o sin querer, el observado fue él.
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