Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña... Habrá pocas canciones que cantara más en mi infancia que esta. Y allá que volaba y volaba la imaginación de aquella pulga de niña y veía a un ejército de paquidermos equilibristas. ¿No os pasa que a veces os miráis en el espejo y no os termináis de reconocer? Obiviamente en sentido figurado. En el literal, dicen que el humano está dentro del top 9 de animales que se pueden reconocer en la llamada prueba del espejo. A saber; humanos (un, dos, tres, responda otra vez), gorilas, chimpancés, delfines, bonobos (un tipo de mono), orcas, urracas (urracas!! Nunca hubiera dado un duro por ellas!), orangutanes y los elefantes.
Me encantan los elefantes. Son taaaaaan grandes. Me reportan mucha simpatía. Sí, sí, sé que cuando se enfadan y empiezan a mover su larga trompa para mamporrear al personal no es que rebocen simpatía precisamente, pero ¿quién no ha dado alguna vez un portazo en casa? A mi me parecen entrañables. Son felices con sus patazas y maxicuerpos retozando en el barro, con pocas o ninguna elucubraciones a pesar de sus seis kilos de masa gris y con un sin fin de cualidades atribuidas a seres inteligentes como los humanos y que muchos de éstos carecen por sí mismos. Altruístas, compasivos, juguetones, con capadidad para el duelo de la pérdida del ser querido...
Dicen que los osos... ¡pero los elefantes sí que son adorables!
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