Vuelve a ser de noche en la ciudad. Me he sentado en la terraza a dejar que mis dedos busquen palabras ocultas en las teclas del ordenador. No puedo dormir por varios motivos, aunque el más importante sea la presencia de uno de esos pensamientos que coquetean de oreja a oreja, esquivando ser resueltos escondiéndose tras las cuencas de los ojos. Eso y el puñetero cuello que se empeña en hacerme notar que estoy en una montaña rusa cuando lo que tengo en frente es el techo de la habitación. Al final tendré que hacer uso de la farmacia casera para relajar un poco la musculatura y poder dormir algo, aunque intento evitarlo a toda costa... ya se sabe: en casa de herrero, cuchara de palo.
Se adivinan a lo lejos al menos cinco o seis cantos de grillos y un ladrido de algún perrillo que no le gusta lo que ha oído, olido o visto. A pesar de no ser demasiado silenciosa, la verdad es que la noche al aire libre está apacible, para echar un colchón en la terraza y dormirse viendo las estrellas si la contaminación lumínica lo permitiera.
Este año no me pierdo las Lágrimas de San Lorenzo. Llevo muchos veranos queriendo ir sin encontrar plan, pero esta vez me voy aunque sea sola. Serán un par de noches cortas para observar decenas de estrellas fugaces, y esa ya es bastante compañía. Me avituallaré con una sudadera ancha, un par de mantas (una para el suelo y otra por si me entra fresco, que soy muy friolera) y unos buenos calcetines e iré en busca de la zona más oscura para poder ver luz en un Agosto que, parece, se presenta complicado. Será una buena terapia antiestrés o un buen enlace entre días de trabajo. Lo único que se es que me apetece, y ha llegado un punto en mi vida en que me apetece hacer... sencillamente lo que me apetece.
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