Los cactus también deberían tener su aquel en el mundo de la poesía, lo que pasa es que digo yo que derivaría el poema en un estado un poco más belicoso que las delicadas rosáceas por eso de tener tanas espinas. A ver... a mi me gustan los cactus, a pesar de caerme en un pencal una tarde de verano con mis trece años y un bikini como única prenda superior. Ya os podéis imaginar como quedó mi lado derecho del torso y brazo... el cactus parecía yo, además de varios hilitos de sangre que pude quitarme una vez llegado a mi destino, y bicicleta en camino, estuve quitándome espinas haciendo equilibrio y durante varios días después.
Pero a lo que iba que me ando por las ramas y me pierdo entre tanta anécdota adolescente. Me gustan porque son unas plantas olvidadas, pero muy agradecidas. Son el "no me des casi nada a cambio que te saco una flor de la manga" de las plantas, eso entre espina y espina. Un poquito de agua cuando te acuerdas y allá que van creciendo. Un clima horroroso a su alrededor y ahí que sigue en su tierra y sin mover una ápice. Le pegas un tajo en el tallo, y en vez de quejarse te dan agua (ojo, algunas es verdad que son una mijita más cabroncetas y son venenosas...) Si te pinchas es porque te has acercado a donde no debes, porque si la tocas en un sitio libre, es suave, frío y agradable al tacto.
Señores escritores... no vean solo las espinas en el cactus. El cactus es mucho más, es un ejemplo más de que todo aquel que muestra una imagen dura, combativa y provocadora suele tener en su interior algo positivo. Probablemente la vida no lo trató bien y, con poco que le des, es capaz de ofrecerte una de las cosas más maravillosas que hay en el mundo: Una flor.
Eso sí... tened cuidado: Algunos, por mucho que le des, nacieron venenosos y sin antídoto.
Eso sí... tened cuidado: Algunos, por mucho que le des, nacieron venenosos y sin antídoto.
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