Es un gran refrán para un gran título de una, esperemos, gran entrada. Ya os he dicho alguna que otra vez que soy enfermera de vocación y profesión, y que por ello me siento orgullosa y, porqué no, privilegiada. En mi trabajo, como en tantos otros, la empatía es importante, pieza fundamental en el trato con el enfermo. Sin embargo, la empatía sin la paciencia no es nada. Si no eres capaz de escuchar a una persona generalmente te es muy difícil llegar a comprender su situación y lo que él está sintiendo. Peco de vanidad por autodenominarme alguna que otra vez empáticamente un portento. Soy capaz de entender los sentimientos de muchas partes aun teniendo mi propia opinión, suavizando la situación todo lo que puedo y haciendo que batallas campales se conviertan, no voy a decir que en un campo de amapolas... sí en un lugar menos inhóspito para todos. Pero, como todo, la paciencia tiene un límite. Y la semana pasada ya supe cual era el mío.
Mi límite está en nueve llamadas de teléfono con siete mensajes de voz en tono hostil (un mismo día, de siete y media de la mañana a algo menos de las once) más tres llamadas de teléfono en los días venideros más tres visitas domiciliarias cada una de media hora (quedándome corta, no miento, ahí está la PDA de mi trabajo para corroborarlo) en cuatro días.
El personaje que hizo posible la hazaña desquiciante es un paciente de Miraflores. No seáis mal pensados... es que vive cerca de la avenida, pero yo también pienso que algo en su cabeza no debe andar muy bien y quizá no andaría mal que algún sanitario se la revisara. Este caballero, ya entrada en la edad senior, es una de esas personas que mira pero no ve, que oye pero no escucha. Tanto que tuve que ir varias veces a su casa tras varias llamadas de teléfono en las cuales, por supuesto, no atendía a explicaciones.
Bueno, a todo esto, no os he explicado cual era el motivo de tanta llamada de atención. Veréis, el martes pasado le cambié una máquina por otra (orden de empresa), ya que la que había utilizado durante unos años se iban a dejar de traer. El caso es que el buen hombre no quería que le cambiara el equipo puesto que para él era un motivo de estrés (infundado, a todas luces, compresible cuanto menos en el primer contacto). La máquina hace exactamente lo mismo que la otra. Tiene un sólo botón para encender y apagar. Un sólo botón que es el mismo que tiene que pulsar para poder usarla. Luego, sus mismos desechables, a saber, tubo, mascarilla y humidificador. Pues bien... todas esas llamadas e idas y venidas al domicilio las hice para ver cómo doce veces (el día que más repitió el proceso estando yo en su casa) se colocaba su mascarilla, le daba al botón de encender, luego al de apagar y se quitaba la mascarilla. Reiteraciones que a su propia esposa hacía poner los ojos en blanco y proferir un "otra vez" que se escapaba de sus labios. "No funciona, ¿ves?" me decía. Y la máquina echando aire... resoplo. Se lo digo. Funciona, sí, funciona... Mala cara, enfado de niño pequeño, media vuelta y a encerrarse en el baño. Pataleta y vuelta a empezar... se pone mascarilla etcétera, etcétera.
Lo admito. Estoy un tanto irascible. Perdí la paciencia con este señor el primer día de las nueve llamadas y ya no la he vuelto a recuperar. ¿Debo estar preocupada? No hay más ciego que el que no quiere ver... un gran refrán que se acopla con perfecta medida a esta situación, sin duda una gran verdad.
Paciencia compi. De esos ahi muchos y mas de los que tu te crees a este lado de la valla.
ResponderEliminarSuperpablo
ResponderEliminar