No te dije que era yo. Que no sabía qué hacer, cómo hacer, cuándo hacer.
No te dije que te necesitaba. Que seguía queriendo compartir
mi vida entera contigo, de principio a fin.
No te dije que me dolía no estar a tu lado. Que el aire se
volvía espeso conforme te alejabas.
No te dije que te extrañaba. Que el día que ahora fumo
se consume con el aliento que algún día necesitaste y no te dí. Y que necesité
y no me regalaste.
No te dije que mis manos anhelaban tocarte. Que el simple roce
de tu piel erizaba los cabellos de mi coronilla en un alarde de besar el cielo.
No me dijiste que eras tú. Que no sabías qué hacer, ni cómo,
ni cuándo.
No me dijiste que me extrañabas. Que la ausencia es peor
cuando estás en la misma casa, en una misma habitación.
No me dijiste que me necesitabas. Que respirabas más y mejor cuando te decía, cuando te llamaba.
No me dijiste que era pasajero. Que mirar hacia adelante era
el mayor reto. El más difícil. El que debía hacer. Y que querías ser mi bastón, mi apoyo.
No me dijiste que estabas a mi lado. Ni que lo sentías, que me sentías, que me
querías.
Pero ahora te lo digo. Y ahora me lo dices. Me miras y lo sé.
Te sonrío y lo sabes.
Es el lenguaje de la comprensión, de la sincronía, de los gestos, de la
chispa.
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